ZAMORA, LA BIEN CERCADA
Zamora era un pueblo precioso, pequeño, modestísimo, de casas bajas, en medio de rigores extremos e inviernos prolongados. Cuando la primavera asomaba por el mes de mayo, la gente extenuada y contenta, igual que en León, salía a recibirla a la puerta de las casas, la hacían pasar a lo más íntimo de ellas, por lo general la cocina, la sentaban con ellos y le hablaban. Las mujeres se llevaban la mano a la boca, por coquetería; los hombres se arrascaban la nuca un poco, con delicadeza.
Como todas esas ciudades que quedan a trasmano en un país fronterizo, era también un pueblo literario. Se habría podido forjar en él una pequeña leyenda, y la gente vivía únicamente las horas serenas de la luz. Para el resto, Zamora quedaba a merced de los faroles agónicos y de combativas estrellas.
Como todos los pueblos y ciudades sin llamativos monumentos ni riquezas ni prestigio, sufrió la devastación del desarrollismo a costa de su carácter. De la noche a la mañana empezaron a desaparecer los viejos caserones, las alquerías, las antiguas posadas de carreteros, los jardinillos, los conventos… En su lugar fueron metiendo lo que meten en todas partes, y uno se queda inerme como ante esos ramos secos que se olvidaron de retirar de un monumento.
Tampoco sabe uno si los recuerdos que tiene de Zamora son verdaderos o falsos, aprendidos en las fotografías viejas, en los periódicos de hace cuarenta años, en los libros. Veo una fuente de piedra de algún Carolo, y en ella abrevando una reata de burros con llamativos jaeces. Veo también un bazar con juguetes de hojalata, cavases y muñecas de ojos mecánicos. Veo un escaparate con toda clase de sombreros y boinas. Al fondo de una taberna oscura, oigo hablar a cuatro o cinco hombres, con el compás de las piernas abierto y las varas rectas de fresno o de avellano en la mano. Pero sobre todo diviso, a la orilla del río, mujeres que lavan la ropa, y la tienden un poco más allá, en unos prados, para que el sol y el gallo, los dos príncipes, pongan su mano en ella.
Todas las ciudades cambian, incluso las que como Venecia o Lisboa, por ejemplo, no parecen hacerlo.
Mucho ha cambiado Zamora, y sin embargo hay algo en ella indestructible. ¿Qué?
Zamora, la bien cercada, era un pueblo precioso, humilde y con carácter, una calle principal, otras que afluyen, la Audiencia, la catedral, el Duero… Había algo de doloroso en todo ello, pero también mucho de alegre invitación a la vida: en primavera los vencejos, las golondrinas, en verano las mañanitas frescas y el espejuelo de las alondras, en otoño el canto de las ranas, en invierno el frío aliento de la meseta, cómo celebraban, qué vítores lanzaban a lo alto y recogían todo, y con el propio sufrir de su pobreza, unas lágrimas difíciles, contadas, amasaban el pan que al hombre le hacía crecer sano y fuerte, sin olvidar la muerte.
Tenía, y tiene, un rasero común, que era muy alto: el sastre elegante, el carbonero, el zapatero de portal, el talabartero, el canónigo, el aperero, el apoderado del banco, la muchacha de quince años cruzando por el puente de piedra, el tabernero que sirve el vino peleón de Toro y derrama un poco sobre la mesa… Todo lo que algún día fue, lo será eternamente, y aunque nadie vuelve nunca a la misma ciudad, ni a bañarse en el mismo río, hay algo que en ella no puede haber cambiado: su pasado. Acaban de enterrar allí a Claudio Rodríguez, el amado, duradero poeta. Respira ahora en silencio, como los árboles. Soñó esa ciudad hasta hacerla distinta, así que ya no sé si he vuelto al burgo predilecto y viejo o a unos versos antiguos, siempre nuevos.
ANDRÉS TRAPIELLO: Mar sin orilla.
4 comentarios:
La bien cercada... me encanta la imagen para ese título
Bien cercada está, desde luego. Ha sido el azar, claro, si en que el azar existe.
Me encantan tus últimas fotos venecianas.
Qué maravilla! Cada párrafo una pintura y el todo representa lo antiguo y lo nuevo narrado poéticamente.
Saludos.
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