martes, 11 de octubre de 2011

SAN ADRIÁN DE ARGIÑETA





“A dos kilómetros al norte de Elorrio, en lo alto de una colina erizada de oblicuas y añosas hayas, se encuentra la ermita de San Adrián de Arguineta, y los veintitrés sepulcros de la raza desconocida.

Conduce al monte un estrecho camino ascensional, duro de pedruscos. Se avanza respirando trabajosamente entre planos verdes de sembrados. Por el senderillo se tropieza con chicos que llevan una vaca atada de una cuerda. Hacia oriente zigzaguea en el cielo la línea azul de los Pirineos, y la quietud del paraje es tal, que una gota de rocío suspendida del vértice de una hoja se desvanece sin desprenderse. Los troncos de corteza manchada anuncian el monte; las bellotas se despegan de las ramas, y el silencio es tan profundo que cuando ruedan los frutos sobre las hojas secas, se escucha el ruido de su choque como alternativas goteras que no mojan el follaje.

Durante la ascensión, me he sentado varias veces en el margen de los prados; luego, he continuado hacia arriba, he tomado un recodo defendido de espinos hostiles y, de pronto, en una planicie de lo alto, formando rectángulo en el calvero, he visto los veintitrés ataúdes de piedra llamados sepulcros. Los ciclópeos cajones de arenisca muestran, separados en la delantera, discos de piedra con talla de cruces de cuatro cabezas.

Algunos ataúdes están descubiertos y exhiben un interior amusgado de hojas secas. El escavado sitio destinado a la cabeza va enganchando su hueco a medida que llega a los hombros, estrecha su paralelogramo a medida que avanza hacia los pies, y en una tapa se lee, en latín: In dei nomine, humus in corporen. Viven fecit. In era CMXXXI. Hic dormit. («En el nombre de Dios, Mumo hizo esta sepultura, viviendo en el cuerpo. Año 931. Aquí duerme»).

No, ya no duerme allí. Polvo y hojas secas ocupan su lecho. Hace treinta años las sepulturas aún contenían cuerpos momificados. Un niño, que ahora es hombre, recuerda haber arrancado un pedazo de esqueleto del interior de un ataúd y de haberle dicho a sus compañeros de aventuras:

–Éstos son muertos de cartón.

Se ignora a qué raza pertenecieron los cuerpos que ocupaban estos enormes nichos. Las conjeturas de los arqueólogos son tan opuestas que carece de interés citar sus pedantescas parrafadas. Algunos suponen que los sepulcros, por su simétrica estructura y el sol mirando a Oriente, son los restos de una desaparecida colonia inmigrante que adoraba al Dios Sol, mas lo evidente es que los ciclópeos ataúdes, labrados en areniscas, fueron traídos de muy lejos, pues en Elorrio no se encuentran canteras que suministren muestras de semejante calidad.

Corroboraba dicha suposición, la costumbre que hasta hace pocos años observaban ciertas poblaciones vascas de la vertiente francesa de los Pirineos, de labrar el disco solar en sus sepulturas. Esto mueve a pensar si el ritual no es la continuidad de una costumbre pagana o el atributo de una raza desaparecida.

Mientras me paseo bajo las ramas de los robles, mirando franjas de cielo azul entre las manchadas hojas, recuerdo que aquí, en siglos pasados, los bisabuelos de estos campesinos vascos que hoy pasan con largo blusón hasta las rodillas la noche del viernes anterior al primer domingo de agosto, llevaban a cabo fiestas de carácter extraño y casi druídico.

Acudían de las cercanías pastores y aldeanas; el más anciano de los etcheco jauna degollaba en la noche a la movediza lumbre de las grandes fogatas un buey joven y cebado, y en presencia de los sacerdotes, lo colgaba en un árbol. La res se desangraba sobre el pasto, frente a los sepulcros de piedra en los que se reflejaban las sombras de los seres humanos que danzaban bajo las ramas. A las doce horas del día siguiente se despedazaba la res. Cada concurrente recibía un trozo de carne, en silencio ritual. Los agraciados y sus compañeras se marchaban a sus cabañas; por la noche regresaban y nuevamente se bailaba al son del tamboril y del silbo del txistu, mientras la luna subía plateando las vertientes de los Pirineos. Las momias de los veintitrés ataúdes escucharían sordamente, a través de las removidas cubiertas de los sepulcros, el estrépito infernal de la saturnalia humana.

Camino entre los sepulcros sin esperar que una voz ocupe, con su sonoridad, la expectativa que este cuadrilátero de ataúdes suscita en el alma. Me siento en el canto de un féretro. ¿Cuántos bueyes habrán sido necesarios para transportarlo? Lo real es que Mumo ha rodado al polvo. Una gota de rocío permanece suspendida del vértice de una hoja y el disco de piedra muestra su labrado sol pagano, con la cruz de cuatro cabezas hacia un monte azul. De polvo somos, y al polvo volvemos.

¡Sí, piadoso Mumo! Jamás en su vida terrestre del año 900 habría imaginado usted que un hombre de Buenos Aires, con el cuello del perramus levantado hasta las orejas, vendría a sentarse irreverentemente en el canto de su ataúd. Así nos ocurrirá a nosotros. Creemos auténtico el paisaje que se refleja en la pompa de jabón. Hay que vivir. La muerte y la Nada se pasean dulcemente abrazadas en la cima verde de un monte vasco.”

ROBERTO ARLT: Aguafuertes vascas.


BENITO LERTXUNDI: Milia.

3 comentarios:

Amparo dijo...

Muy bonito este sitio, desde luego, muy misterioso. ¿Treinta años?, ¿Y cómo después de tanta conservación desaparecen en nada? ¿Los niños jugando con la muerte?

Teresa Giménez Pous dijo...

Hace dias que solo puedo dar un vistazo rápido a los blogs y hoy, por fin, me he puesto al dia.
Debo de felicitarte por los reportajes que haces, son excelentes.
Un beso a tu niña que ya está muy crecidita. Saludos

rubén dijo...

Gracias por seguir visitándome. Un abrazo.