NIEMBRO, EL «BOSQUE SAGRADO» DE LLANES.
"Hace unos días, aprovechando la visita que con Marvin Harris hicimos a las cuevas prehistóricas del oriente asturiano, entramos en Niembro. Le expuse al ilustre antropólogo la etimología más probable del nombre (nemus, nemoris, bosque sagrado) y cómo, en esta hipótesis, los habitantes del lugar habrían podido ser llamados «nemorenses», como si dijéramos hoy «niembrenses». Harris inmediatamente asoció «Niembro» al bosque «Nemi» de los montes albanos, tal como lo describe Frazer en el capítulo primero de La rama dorada. Sobre esta asociación de ideas, ocasionalmente sugerida, quisiera hablar brevemente.
Frazer comienza refiriéndose al cuadro de Turner. La escena -dice- bañada en el dorado resplandor que la divina imaginación del artista envolvía y transfiguraba hasta el más bello paisaje, es una visión de ensueño del pequeño lago del bosque de Nemi, llamado por los antiguos «El espejo de Diana» (Lacus Nemorensis). «Quien haya contemplado las quietas aguas encunadas en uno de los verdes repliegues de las colinas albanas, no podrá olvidarlo. Las dos aldeas italianas típicas, que dormitan en sus laderas, y el palacio, cuyos jardines en el terraplen descienden hasta el lago; apenas rompen la quietud y soledad de la escena. Diana misma podría frecuentar aun la solitaria orilla; aun podría aparecerse entre el boscaje».
Esta descripción se adapta, sin violencia alguna, al escenario de Niembro -sobre todo- del Niembro de hace unos pocos años, cuando los robles y las encinas de los cuetos que descienden hasta la bahía (en marea alta un lacus nemorensis, un «espejo de Diana») todavía no habían sido talados, o sustituidos por eucaliptos. Se adaptaría, sin duda, mucho más hace milenios, cuando algún romano al contemplar el imponente bosque que se extendía por las laderas de la Cuera, se acordó de las aldeas frondosas de la montaña Aricia, y hablo del lacus nemorensis, es decir, hoy, Niembro. Y si ello fue así, si la semejanza fue efectivamente captada por las gentes, se habría erigido un templo a Diana, por mínimo que fuese, un templo próximo al lago. ¿No es necesario sospechar que acaso sus cimientos yacen debajo de lo que hoy llamamos «capilla de las ánimas»? ¿No descansan enterrados, desde milenios, exvotos de gentes antepasadas que acudían agradecidos al santuario? Porque Diana Nemorensis -la Diana de Niembro- protegía a los animales de la montaña, para luego cazarlos, pero también concedía fruto a las mujeres estériles y las ayudaba en el parto.
Los tiempos han ido borrando poco a poco los últimos restos del bosque sagrado de Llanes y han arruinado el templo de Diana cazadora. Cerca de él alza hoy su figura la hermosa iglesia cristiana, sobre el cementerio marino. No se trata por mi parte, de lamentar con nostalgia semejante sustitución de un templo por otro. Acaso ella comportó también la desaparición de la figura siniestra del «rey del bosque», rex nemorensis, que con su espada desnuda constantemente en la mano, «vigilaba cautelosamente en torno, cual si esperase en cada instante ser atacado por un enemigo. El vigilante era sacerdote y homicida a la vez; tarde o temprano había de llegar quien le matara, para ocupar el puesto sacerdotal». Pero ni siquiera es probable que en estos bosques atlánticos viviera un rex nemorensis similar al que vigilaba el bosque mediterráneo. Eso sí, si había bosque de Diana y santuario de Artemisa, debió haber algo así como un guardabosques y algo así como un ermitaño, acaso fundidos en una sola pieza. ¿Era entonces necesario que la desaparición del santuario arrastrase la desaparición del bosque sagrado? De otro modo, ¿acaso no es posible que vuelvan a poblarse las faldas de la Cueva con robles y encinas, sin por ello tener que volver a restaurar el templo de Diana, y menos aún, tener que consagrar un rex nemorensis?
Sería suficiente una reconstrucción arqueológica, la recuperación estética de lo que acaso fue una realidad religiosa. Y sería necesario, eso sí, consagrar no ya un rex nemorensis, sino un enérgico guardabosques."
Frazer comienza refiriéndose al cuadro de Turner. La escena -dice- bañada en el dorado resplandor que la divina imaginación del artista envolvía y transfiguraba hasta el más bello paisaje, es una visión de ensueño del pequeño lago del bosque de Nemi, llamado por los antiguos «El espejo de Diana» (Lacus Nemorensis). «Quien haya contemplado las quietas aguas encunadas en uno de los verdes repliegues de las colinas albanas, no podrá olvidarlo. Las dos aldeas italianas típicas, que dormitan en sus laderas, y el palacio, cuyos jardines en el terraplen descienden hasta el lago; apenas rompen la quietud y soledad de la escena. Diana misma podría frecuentar aun la solitaria orilla; aun podría aparecerse entre el boscaje».
Esta descripción se adapta, sin violencia alguna, al escenario de Niembro -sobre todo- del Niembro de hace unos pocos años, cuando los robles y las encinas de los cuetos que descienden hasta la bahía (en marea alta un lacus nemorensis, un «espejo de Diana») todavía no habían sido talados, o sustituidos por eucaliptos. Se adaptaría, sin duda, mucho más hace milenios, cuando algún romano al contemplar el imponente bosque que se extendía por las laderas de la Cuera, se acordó de las aldeas frondosas de la montaña Aricia, y hablo del lacus nemorensis, es decir, hoy, Niembro. Y si ello fue así, si la semejanza fue efectivamente captada por las gentes, se habría erigido un templo a Diana, por mínimo que fuese, un templo próximo al lago. ¿No es necesario sospechar que acaso sus cimientos yacen debajo de lo que hoy llamamos «capilla de las ánimas»? ¿No descansan enterrados, desde milenios, exvotos de gentes antepasadas que acudían agradecidos al santuario? Porque Diana Nemorensis -la Diana de Niembro- protegía a los animales de la montaña, para luego cazarlos, pero también concedía fruto a las mujeres estériles y las ayudaba en el parto.
Los tiempos han ido borrando poco a poco los últimos restos del bosque sagrado de Llanes y han arruinado el templo de Diana cazadora. Cerca de él alza hoy su figura la hermosa iglesia cristiana, sobre el cementerio marino. No se trata por mi parte, de lamentar con nostalgia semejante sustitución de un templo por otro. Acaso ella comportó también la desaparición de la figura siniestra del «rey del bosque», rex nemorensis, que con su espada desnuda constantemente en la mano, «vigilaba cautelosamente en torno, cual si esperase en cada instante ser atacado por un enemigo. El vigilante era sacerdote y homicida a la vez; tarde o temprano había de llegar quien le matara, para ocupar el puesto sacerdotal». Pero ni siquiera es probable que en estos bosques atlánticos viviera un rex nemorensis similar al que vigilaba el bosque mediterráneo. Eso sí, si había bosque de Diana y santuario de Artemisa, debió haber algo así como un guardabosques y algo así como un ermitaño, acaso fundidos en una sola pieza. ¿Era entonces necesario que la desaparición del santuario arrastrase la desaparición del bosque sagrado? De otro modo, ¿acaso no es posible que vuelvan a poblarse las faldas de la Cueva con robles y encinas, sin por ello tener que volver a restaurar el templo de Diana, y menos aún, tener que consagrar un rex nemorensis?
Sería suficiente una reconstrucción arqueológica, la recuperación estética de lo que acaso fue una realidad religiosa. Y sería necesario, eso sí, consagrar no ya un rex nemorensis, sino un enérgico guardabosques."

WILLIAM TURNER: Lake Nemi