
"En los días que siguieron avanzamos muy lentamente de aldea en aldea, disfrutando de la hospitalidad local y manteniendo interesantes conversaciones con los maestros de las escuelas. Yo iba comprendiendo cada vez mejor el francés y Juan se desenvolvía con toda soltura. Incluso habíamos aprendido algunas palabras árabes, pues, exceptuando a los profesores, la población local apenas hablaba la lengua gala. El paisaje cambiaba de modo sorprendente a cada recodo del camino. Los frondosos bosques de cedros dejaban paso a mesetas pedregosas de tonalidades grises, a colinas completamente rojas o a laderas con cultivos escalonados, entre los que se levantaban los maravillosos pueblecitos de tierra. La vida era sencilla. Se respiraba un aire de paz y cada noche, sentados junto al fuego, contemplábamos la bóveda celeste de África. ¿No era esto lo que yo había soñado tantas veces? Recuerdo que hablaba poco y a menudo permanecía como hipnotizado, dejándome cautivar por aquel entorno de fábula."
ROGER MIMÓ: El largo camino africano.